domingo, 23 de febrero de 2014

Sentir el fado


Marcharse de Lisboa sin haber oído un fado es una falta grave de respeto al país vecino y posiblemente, visto con alma lusa, puede ser considerado como un imperdonable pecado. Quizás no van en absoluto desencaminados los que aseguran que el fado es la banda sonora de Lisboa y las lágrimas musicales de Portugal, porque el fado es melancólico, intenso y hermoso, lo mismo que Lisboa.

Originariamente el fado nace como un lamento musicado que aflora desde la nostalgia de aquellos a los que la vida ha desgarrado. Son letras cantadas que emergen desde un mundo profundo al son de la guitarra, con la angustia del dolor que acompaña al alejamiento forzado de la tierra y de los seres queridos. El fado es un vacío sonoro del alma con las mismas raíces que la morriña o la saudade gallegas, un rasgo más del histórico ritmo acompasado galaico-portugués.

Etimológicamente, fado significa destino. Lisboa, ciudad melancólica, profunda y nostálgica por excelencia, ha hecho inevitablemente de los fados una de sus más características señas de identidad. Por intensa que se presuma una estancia en Lisboa, es forzosamente incompleta si no lleva incluidos unos fados en directo. Es obligatoria la asistencia a algún local en el que se pueda disfrutar a media luz de esa música desgarrada y lánguida que habla de desencuentros inesperados, de amores insatisfechos, de despedidas y de distancias.

El fado como canción urbana de Lisboa, símbolo distintivo de la ciudad y del país, fue considerado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por la Unesco en el año 2011.


Un sitio muy especial en el barrio de Alfama es Sr. Fado, un espacio reducido y familiar (8 mesas), que se cierra al público cuando se completan las reservas. Los dueños, Duarte Santos y Ana Marina, se encargan de todo, cocinan y sirven las mesas. Las cataplanas, de pescado y marisco o de carne, se pueden codear con las de cualquier restaurante de postín, aunque lo mejor comienza una vez acabada la cena. De esmerados hosteleros, Duarte y su mujer, pasan a convertirse en afinados fadistas. La transformación es radical y resulta una auténtica maravilla para los asistentes porque ella canta con gran maestría y derroche de sentimiento y él pone todo el alma en el sonido de su guitarra. Suele acudir también algún amigo, compañero o familiar (entre ellos Nadia, su hija), músicos e interpretes, que disfrutan del fado como ellos y con ellos. Y así, poco a poco, va despertando el fado en estado puro. Entonces, si los hados ponen su granito de arena, de esa reunión entrañable puede surgir en cualquier momento el milagro. De ser así, el fado se convierte gracias a ellos en lo que debe ser, una cicatriz que llora, un lamento melódico de bisagras oxidadas, un suspiro mágico de languidez que la particular voz refinada de Ana Marina transforma, con ayuda de los acordes sentidos de Duarte Santos a la guitarra, en un derroche admirable de emoción y de vitalidad. Vale la pena vivirlo alguna vez. 

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